Fuente: https://www.20minutos.es/noticia/5640189/0/viaje-solidario-doce-mujeres-para-ayudar-costa-rica-mas-pobre/
Jóvenes médicas y enfermeras dedican un mes a hacer prácticas con población indígena e inmigrante vulnerable.
La pequeña Aleksa, de seis años, se lava los dientes ante varias voluntarias. Gervasio Sánchez
Incrustado en una frondosa selva como si fuese el campamento ideal para las mejores vacaciones aventureras y exóticas aparece, tras un desvío de unos centenares de metros de la carretera asfaltada que lleva al pueblo de San Vito, la sede central de Hands for Health, organización no gubernamental de Costa Rica sin fines de lucro fundada hace más de ocho años por el doctor Pablo Ortiz Roses, que lamentablemente falleció el 14 de junio pasado.
Con las primeras luces del día, 12 mujeres españolas, tres médicas y nueve enfermeras, que están realizando la especialidad de Medicina y Enfermería Familiar y Comunitaria en diferentes comunidades autónomas españolas, comienzan a trajinar por el comedor ya listas para empezar una intensa jornada laboral tras un apetitoso desayuno regado de frutas tropicales.
Durante el mes de septiembre son las encargadas de mejorar la calidad de vida de las poblaciones vulnerables de esta zona costarricense fronteriza con Panamá, concentrándose en los indígenas locales y las familias que llegan temporalmente del otro lado de la frontera para trabajar como mano de obra barata y explotada en la recogida del café.
La enfermera Leticia Ferrer Aguiló, natural de Alcañiz (Teruel), es a sus 33 años la más veterana del grupo. Es su primera experiencia en un proyecto internacional y le sirve, como al resto, como práctica remunerada con el sueldo base. «Quería aprender a trabajar con pocos recursos y este proyecto es ideal. Aunque algo parecido estoy viendo en Caspe (Zaragoza) con los temporeros», explica.
La enfermera Victoria Armengod Fandos, de 28 años y originaria de Villarluengo (Teruel), recibió información sobre el proyecto de un compañero de clase y pensó que era «ahora o nunca». La experiencia ha sido muy positiva y tiene claro que «cuando vuelva valoraré mejor lo que tengo».
Nacida en Vitoria hace 27 años de padres maños y criada en Huesca, la enfermera Teresa Gracia Puzo es la que más experiencia internacional tiene, ya que ha trabajado en Grecia con refugiados iraquíes y un año en Chile con indígenas mapuches. «Me metí en una carrera de salud porque siempre tuve inquietudes solidarias y me gusta trabajar con indígenas en plena naturaleza», cuenta.
Le ha sorprendido «la fortaleza de los indígenas contra la colonización exterior y, para ello, prefieren vivir en la marginación sin acceso a la educación y la salud». Todas recuerdan a la madre que pasaba el día recogiendo café mientras su bebé de once días se quedaba colgado sin recibir ningún alimento en una bolsita de tela a los pies de un camastro.
El doctor Ortiz compró la propiedad hace 30 años a un estadounidense y la adecuó para recibir a grupos de internos universitarios costarricenses y residentes de diferentes países como Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Bélgica, Suiza y, en los últimos años, España. Las voluntarias tienen que pagar su estancia en habitaciones compartidas en régimen de pensión completa de lunes a viernes y aprovechan los fines de semana para conocer otras zonas del país o de la vecina Panamá.
Voluntarias españolas despiojan a una niña indígena en Costa Rica. Gervasio Sánchez.
Dos doctoras y siete enfermeras se dirigen a visitar el área donde ya han llegado indígenas Ngäbe-Bugle desde Panamá. En habitáculos sin luz y agua sobrevivirán durante meses hacinados en condiciones de salubridad durísimas. Los hombres y los niños ya están trabajando en las fincas. Una niña de 8 años le dice tímidamente a la doctora barcelonesa Natalia Martínez Rodríguez, de 29 años: «Mi hermanita pequeña está enferma y llora sin parar».
La doctora admite que los indígenas no confían en personas extrañas como ellas. Tanto a ella como a sus compañeras le ha impactado que haya hombres que tienen hijos con varias mujeres, incluidas sus propias hijas. «Es una aberración que solo se puede cambiar con la educación», explica, aunque cree que «vivir de esta manera es una forma de resistir como grupo». La enfermera Iría Conde Babarro, 24 años y gallega de Ourense, siente que «se produce tal choque entre sus costumbres sexuales difíciles de concebir y nuestros propios límites culturales que hace que tu conciencia salte en mil pedazos».
También participa en la revisión del bebé la doctora Marina Brasó Cabrera, de 29 años y natural de Barcelona. «Está siendo fundamental ver cómo se practica la medicina en lugares tan aislados y con personas de culturas tan diferentes. Aquí me voy a encontrar con infecciones distintas como el dengue», revela esta doctora que trabaja en San Roc en Badalona, uno de los barrios más pobres de España. Hay algo que no olvidarán ni ella ni sus compañeras: «Los niños no sonríen y sientes que les falta cariño y empatía».
Ricardo Rubí Montero, costarricense de 51 años, que comenzó a trabajar con el difunto doctor Ortiz hace 15 años como chofer personal y gestor de las donaciones, explica que entre 9.000 y 11.000 indígenas participan cada año en la recolecta del café, a los que hay que sumar los que ya viven radicados permanentemente en algunas fincas.
«Nuestra organización intenta dar atención médica mínima, donación de canasta básica alimenticia, calzado, ropa y mudas para los niños más pequeños», cuenta Ricardo, que trabajo en la Policía judicial hasta que fue herido en un tiroteo. Su testimonio suena a gran denuncia: «Los finqueros denigran a los indígenas, les pagan salarios de miseria e, incluso, les retienen los pagos durante varias semanas».
En los dos meses (octubre y noviembre) de apogeo de la recogida del café, una familia de siete a diez personas, incluidos niños de corta edad, pueden recoger entre 40 y 50 capazos de 20 kilos de uno de los mejores cafés del mundo, por los que reciben menos de dos euros por cada uno. En el mes de septiembre, esta cantidad se reduce considerablemente y una familia de 20 miembros puede recibir unos 50 euros al mes.
La organización humanitaria ha preparado las intervenciones de las visitantes como si se tratara de un máster con claros objetivos a cumplir: entender el modelo de salud intercultural que incluye conocer los métodos de tratamiento que utilizan los médicos indígenas tradicionales para curar las enfermedades; conocer las llamadas enfermedades tropicales; conversar con parteras tradicionales indígenas sobre parto vertical.
El grupo más numeroso de médicas y enfermeras visita la escuela indígena de San Francisco en la aldea de Sabalito. Tienen que preparar charlas sobre la importancia de la higiene personal de dientes y manos y hacer entregas de jabón, pasta dentífrica y cepillos. La enfermera Lidia Abad Jiménez, nacida en Duruelo de la Sierra (Soria) hace 24 años, pregunta a los 66 alumnos de primer y segundo ciclo si «es suficiente con lavarse las manos solo con agua». Unos alumnos se van a la derecha y otros a la izquierda, la forma de decir jugando sí o no. Sigue preguntando si «hay que lavarse las manos tras salir del baño» o si «el jabón mata los bichos de las manos». El pequeño Adriel, que estudia cuarto a los 10 años, contesta en voz alta: «Hay que lavarse las manos para que no queden pegajosas».
El director de la escuela cuenta que el 25% de los alumnos son panameños que viven a unos cuatro kilómetros al otro lado de la frontera. Aprovechan la cercanía para asistir a clases y recibir la única comida completa al día mientras la enfermera Sara Martínez López, nacida en León el 25 de enero de 2000, pregunta si deben cepillarse los dientes al menos dos minutos y recibe un sí casi rotundo. La siguiente pregunta es si bebidas como los refrescos pueden hacer daño a los dientes. Esa es respondida con menos animosidad. Interviene la enfermera Estrella Santamaría Sanz, soriana de 25 años, para explicarles que «los refrescos llevan azúcar que provocan las caries».
Una madre da el pecho mientras su hijo es atendido por sanitarias españolas. Gervasio Sánchez.
Niñas como Aleksa y Nayeli, de 6 y 7 años, se ofrecen como voluntarias para lavarse los dientes mientras las enfermeras y las doctoras recuerdan que hay que ir al dentista a menudo, «no solo cuando duelen los dientes». Los niños están nerviosos porque se acerca la hora de la comida antes de irse a casa. Por la mañana han desayunado avena, leche, pancito y frutas como sandía y mango. «Con el almuerzo se van bien llenitos», explica el director. El turno de la tarde tiene que finalizar antes de que anochezca porque ha habido ataques sexuales en el camino a sus casas.
La administradora de proyectos, Yandellin Sánchez Jiménez, de 36 años, asegura que «se disparan las muertes neonatales durante los meses de la temporada del café. Las madres cargan cestas muy pesadas y provocan la muerte de los bebés preparto». La estructura familiar indígena es muy compleja e impenetrable. Cuenta una historia dramática: «Un indígena muy conocido tiene dos esposas (llegó a tener cuatro) que le han dado 12 y 8 hijos. Tres hijas ya son mamás, pero no tiene parejas. Jamás van a denunciar al padre por los abusos sufridos. Otra hija de 13 años se escapó el año pasado con un novio que la abandonó embarazada. El bebé murió. Hoy, con 14 años, está embarazada de siete meses, posiblemente del papá».
Yandellin afirma que las niñas «generalizan desde muy pequeñas la penetración y el roce». «Hemos encontrado niñas de 2 a 5 años con herpes vaginal y niñas de 11 a 13 años hospitalizadas que no sabían que estaban embarazadas», explica. Estos casos de abusos sexuales son denunciados por la organización, pero la niña desaparece «como si se la tragase la tierra» si el Patronato Nacional de la Infancia no actúa con inmediatez.
La organización Hands for Health ha conseguido que centenares de voluntarios, en su mayoría mujeres, vengan de España para trabajar durante un mes en el proyecto. «Tenemos todo el calendario completo de 2024, 2025 y los tres primeros tres meses de 2026, y estamos recibiendo ya propuestas para el 2027», explica Yandellín. El legado del doctor Ortiz sigue muy vivo en San Vito.
Más de un millar de inmigrantes diarios en la frontera
Cada semana una doctora y dos enfermeras se trasladan al Centro de Atención de Migrantes de la zona Pacífico Sur del país para conocer la realidad de los grupos de inmigrantes latinoamericanos, de los países del Caribe o africanos que se movilizan desde países lejanos como Brasil o Colombia para llegar a Estados Unidos después de meses de viaje muy duro y peligroso que puede costar la vida.
El equipo actual lo forman la doctora María del Rosario Cabrera Reyes, nacida en Fuerteventura (Islas Canarias) hace 28 años y con experiencia en proyectos en Brasil y Nepal, y las enfermeras Inés Velasco Serrat, nacida en Zaragoza en noviembre de 2000, la más joven del grupo con apenas 23 años, y la turolense, Marta Domingo Novella, de 31 años.
Las doctoras Marina Brasó y Natalia Martínez atienden al hijo de una indígena. Gervasio Sánchez.
Hoy han llegado 24 autobuses de 55 personas cada uno hasta la frontera, la mayoría venezolanos. «Te impresiona saber que han atravesado la selva del Darien y han pagado individualmente un mínimo de 500 euros a las mafias. Atravesar Panamá les has costado unos 55 euros en un viaje en bus ha durado entre 15 y 17 horas. Y ahora tienen que pagar casi 30 euros para llegar hasta la frontera nicaragüense», explica la doctora.
La enfermera Inés afirma que «hay muchos venezolanos, pero también ecuatorianos, colombianos, haitianos y muchos africanos». «Son familias de cuatro o cinco miembros, aunque también viajan hombres solos y mujeres con hijos pequeños. Es como jugar a la ruleta rusa porque el viaje puede acabar en violación o muerte», cuenta Marta.
«El fin de todos es Estados Unidos. Por eso la policía les facilita el paso de las fronteras con bastante rapidez. Pero están dispuestos a asumir cualquier violencia por cambiar de vida», explica la doctora María. «Una mujer me contó que ella atravesó una zona mirando al suelo, pero su marido vio muchos muertos», cuenta Inés.
«Hay que preguntar para que cuenten porque tienen muchas ganas de hablar. Hay relatos escalofriantes. Una madre explicó que a su bebé se lo llevó la corriente del río», recuerda Marta. La doctora María conoció el caso de una niña que fue violada por un hombre que le amenazó con matar a su familia si lo contaba, y que también violó a su madre.
La psicóloga Caterina Consumi Tubito, de 45 años, y la enfermera Raquel Murillo Castro, de 27 años, ambas costarricenses, trabajan cada día en la frontera y han recibido múltiples testimonios de mujeres y niñas violadas en las zonas selváticas entre Colombia y Panamá por paramilitares colombianos y población indígena local. «Hay diferentes trochas que se tardan en atravesar entre tres o cuatro días. Las más seguras son las más caras», explica Caterina.
«Hemos conocido casos de violaciones múltiples de hasta niñas de 9 años. Los hombres presencian las violaciones de sus mujeres. Si se oponen, los matan. Algunos vienen muy afectados por no haber podido defender a su familia. Solo se salvan las embarazadas o las que tienen el periodo menstrual», relata Raquel.
Costa Rica no quiere que el territorio nacional se llene de inmigrantes y a estos no les interesa quedarse. En la frontera hay un albergue para que se puedan duchar, comer y dormir si tienen que esperar una noche de tránsito. Los lunes y los viernes salen dos autobuses humanitarios gratuitos que puedan transportar hasta 60 personas que carecen de dinero para pagar los pasajes.
Caterina explica que muchos inmigrantes se quejan de falta de información veraz sobre el viaje. «No esperaban encontrarse a malhechores en el camino que le quitan todo y violan a las mujeres. De saberlo no nos hubiéramos arriesgado», explica la psicóloga. Pero también han encontrado a madres con hijos con trastornos, parálisis cerebral o ciegos que quieren llegar a Estados Unidos para conseguir un tratamiento gratuito.
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